La respiración y la emoción
¿Cuánto dura una emoción? Mi maestra, Kristin Linklater decía que 90 segundos, con mucha exactitud y así es. He escuchado a muchas personas en algún momento hablar sobre la emoción y suelen decir, los más acertados: “Una emoción no dura más que unos segundos” pero sin especificar. Y así es, 90 segundos no más.
¿No es sorprendente? Y nos pasamos la vida sin querer sentir lo que sentimos, ahogando las emociones o enfriándolas. En lugar de dejar que vengan nos habiten y se vayan. ¡No habría tanto problema! ¿verdad?
No tiene tanta importancia cuantos segundos dura como que es cíclico, es decir que va y que viene. Un buen día aparece, le das la bienvenida a ese huésped o invitada de honor y se va. A veces puede parecer más agradable o menos, tanto es así que la podemos llamar hasta desagradable. Sea como sea nos atraviesa, permanece y se marcha hasta otro día o hasta unas horas después o unos minutos ¡Quién sabe! Claro que si es agradable es más fácil recibirla con las puertas abiertas, aunque hay personas que nos cuesta más darle la bienvenida a una emoción muy placentera. ¡Ay qué susto! no vaya a ser que…” y si no lo es, quizá nos cueste aún más. Tanto es así que le cerramos la puerta a cal y canto a la que es muy irritante o molesta y de repente un día entra de golpe y como un huracán arrasa con todos los muebles que hay alrededor.
Solemos hacer tantas cosas para impedir que la puerta se abra de par en par. Que sin darnos cuenta apretamos la musculatura abdominal, cerramos la boca, juntamos las muelas, tensamos el músculo de la mandíbula, fruncimos el ceño, apretamos la comisura de los labios, tensamos la raíz de la lengua y sobre todo dejamos de respirar.
¿Qué tal si probamos a hacerle espacio en nuestro cuerpo?
Sería a través de la relajación y el aire. Permitimos que la emoción no se adueñe de un lugar en el cuerpo y que se derrita por todo nuestro instrumento musical y lleno de humanidad. Y creo que esta es la clave para dejar que la invitada de honor entre a saludarte sea la que sea.
Dejar que el aire entre pero a veces no es un poquito de aire el que necesita esa emoción para ser liberada. A veces es un “muchito” en función del tipo de emoción que sea.
Si pongo como ejemplo la escena II del acto I de “Ricardo III” Shakespeare.
Cuando Lady Anne lleva el ataúd del padre de su difunto esposo, el rey Enrique VI, a la tumba. Y sabe que Ricardo lo mató como también mató a su marido, el príncipe Eduardo. Entra Ricardo y ella exaspera: “Demonio asqueroso, por Dios vete, y no nos perturbes. Pues tú has hecho tu infierno de la tierra feliz, llenándola con gritos de maldición y hondos clamores. Si te complace observar tus horrendas acciones, observa este modelo de tus carnicerías. ¡Oh, señores, ved, ved! ¡Las heridas de Enrique muerto abren sus bocas cuajadas y vuelven a sangrar! Enrojece, enrojece, bulto de sucia deformidad; tu presencia hace que vuelvan a sangrar las venas yertas y vacías que ya no tienen”.
¿Cómo vamos a ceder y entregarnos a ese momento si no es creando la vulnerabilidad, permeabilidad y espaciosidad en el centro de nuestro plexo solar?
Soltar, aflojar y no hacer nada con la musculatura de la cara para que esa gran emoción de furia, impotencia, desgarro, dolor… sea recogida por el aire en la panza y transformada en las palabras que propone el autor. ¡Y se termina! Esto es una buena noticia. Si lees todo el texto vas a saber donde acaba porque el pensamiento cambia. Es lo que tienen los grandes autores, claro. Sería muy aburrido y pastoso que toda la escena estuviera teñida de la misma emoción. No entenderíamos nada. Si absolutamente he abrazado la emoción que está llamando a mi puerta se termina desvaneciendo del todo. Es parecido a cuando una ola te da un revolcón en el mar, si es lo suficientemente fuerte, dura unos segundos, pero a ti se te hacen eternos. Ahí no hay otra que entregarte a la sacudida y luego sales con el pelo revuelto, el cuerpo del revés, la respiración entrecortada, con el corazón a mil, medio mareada, buscando tus apoyos…
Así que cuanto más entrenemos el respirar como un bebé o como un animal. Dejando que el aire vaya a su aire en cada momento. Sin control y con la frescura de la espontaneidad más fácil será luego dejar espacio a la emoción.
Así no se convierte en el gran fantasma de “ay es que si lloro no voy a acabar nunca” “no quiero llorar que luego no puedo hablar” “si me dejo sentir la tristeza no voy a salir de la cama” “si dejo salir mi enfado me llevo todo lo que hay por delante”.
Y así nos pasamos los días e incluso años siendo esclavos de una narrativa mental que no hace más que achicarnos y controlarnos. Y que se traduce en una especie de traje sonoro que constriñe algunas emociones, las elegidas, por no sé quien y para no sé qué.